Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en
declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las
vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo
para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo
pensaba; porque o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido o
ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una
calentura que le tuvo seis días en la cama, en los cuales fue visitado muchas
veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la
cabecera Sancho Panza, su buen escudero.
Estos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver
cumplido su deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella
suerte, por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole el
bachiller que se animase y levantase para comenzar su pastoral ejercicio.
Llamaron sus amigos al médico, tomóle el pulso, y no le contentó
mucho y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la
del cuerpo corría peligro. Oyólo don Quijote con ánimo sosegado, pero no lo
oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar
tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante. Fue el parecer del médico
que melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen
solo, porque quería dormir un poco. Hiciéronlo así y durmió de un tirón, como
dicen, más de seis horas: tanto, que pensaron el ama y la sobrina que se había
de quedar en el sueño. Despertó al cabo del tiempo dicho y, dando una gran voz, dijo:
—¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En
fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados
de los hombres.
Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío y pareciéronle
más concertadas que él solía decirlas, a lo menos en aquella enfermedad, y
preguntóle:
—¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de
nuevo? ¿Qué misericordias son estas, o qué pecados de los hombres?
—Las misericordias —respondió don Quijote—, sobrina, son las que
en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis
pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de
la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los
detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus
embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me
deja tiempo para hacer alguna recompensa leyendo otros que sean luz del alma.
Yo me siento, sobrina, a punto de muerte: querría hacerla de tal modo, que
diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de
loco; que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi
muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos, al cura, al bachiller Sansón
Carrasco y a maese Nicolás el barbero, que quiero confesarme y hacer mi
testamento.
Pero de este trabajo se escusó la sobrina con la entrada de los
tres. Apenas los vio don Quijote, cuando dijo:
—Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don
Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron
renombre de «bueno». Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita
caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la
andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron
haberlas leído; ya, por misericordia de Dios escarmentando en cabeza propia,
las abomino.
—Los de hasta aquí que han sido verdaderos en mi daño, los ha de
volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo, señores, siento que
me voy muriendo a toda priesa: déjense burlas aparte y tráiganme un confesor
que me confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances
como este no se ha de burlar el hombre con el alma; y, así, suplico que en
tanto que el señor cura me confiesa vayan por el escribano.
Miráronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote,
y, aunque en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde
conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo,
porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan
cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a
creer que estaba cuerdo.
Hizo salir la gente el cura, y quedóse solo con él y confesóle.
El bachiller fue por el escribano y de allí a poco volvió con él
y con Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en
qué estado estaba su señor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó
a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión y salió el cura
diciendo:
—Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso
Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento.
Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de
ama, sobrina y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo
reventar las lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque
verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue
Alonso Quijano el Bueno a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha,
fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no solo era
bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.
Entró el escribano con los demás, y después de haber hecho la
cabeza del testamento y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas
circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo:
—Iten, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a
quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mí
ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos ni se
le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno después de haberse pagado de
lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le
haga; y si, como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula,
pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la
sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece.
Y, volviéndose a Sancho, le dijo:
—Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco
como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay
caballeros andantes en el mundo.
—¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced,
señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que
puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que
nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea
perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores,
como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña
Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de
verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a
Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus
libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros y
el que es vencido hoy ser vencedor mañana.
—Así es —dijo Sansón—, y el buen Sancho Panza está muy en la
verdad destos casos.
—Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los
nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don
Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda
con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación
que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano.
Cerró con esto el testamento y, tomándole un desmayo, se tendió
de largo a largo en la cama. Alborotáronse todos y acudieron a su remedio, y en
tres días que vivió después deste donde hizo el testamento se desmayaba muy a
menudo. Andaba la casa alborotada, pero, con todo, comía la sobrina, brindaba
el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa
en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto.
En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos
todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces
razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente y dijo que
nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante
hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote;
el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su
espíritu, quiero decir que se murió.
Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio
como Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente «don Quijote de la Mancha»,
había pasado desta presente vida y muerto naturalmente; y que el tal testimonio
pedía para quitar la ocasión de que algún otro autor que Cide Hamete
Benengeli le resucitase falsamente y hiciese inacabables historias de sus
hazañas.
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