viernes, 12 de octubre de 2012

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Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,

el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan,
y me hiere la ternura...
 
Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar;
y como amar es sufrir,
también aprendía a llorar.

Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno
de la aldea sosegada,

los clamores escuchando
de dolientes Misereres,
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando...
 
Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos emcapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.
 
Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente,

caminábamos sombríos
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los Judíos,
«que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno».

¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel echo inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!

 


Hoy, que con los hombres voy,
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?
 

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